El inicio de una historia sin final
Tenía 14 años. Era una nena atorrante en aquel entonces (no garantizo que ahora sea diferente). Adolecía de adolescencia, esa enfermedad que nos llega a todos en algún momento de la vida. Era una nena difícil, confieso. Pero en ese momento, creía que no tenía alternativa. Me llevaba mal con la vida en general, conmigo misma, y con mi familia. Mi rebeldía me valió castigos que se extendieron, mes tras mes, por un año.
La última vez que me castigaron, lo hicieron porque olvidé de quitar las cosas del lavavajillas. Sí, tan ridículo como eso. Fue un genuino olvido, pero bueno, me valió un castigo. Esta vez, me mandaron a un estudio bíblico.
Sí, en serio, ese fue el castigo. Mi hermana ya iba, por voluntad propia. A mí me mandaron como si fuera que me hicieron caminar por la tabla del barco pirata.
Era un miércoles, bien entre semana. A la noche, nos llevaron a mí y a Meli a la casa de la persona que dirigía el estudio bíblico. Antisocial como yo sola, no quería saludar a nadie. Tenía fobia a conocer más gente. Por mí, mientras menos conocidos y menos gente a quien dirigirle la palabra, mejor.
Subí una escalera y me encontré con un grupo de 14 personas, aproximadamente, reunidas en semicírculo y muy alborotadas. En la punta opuesta a la puerta donde entré, se me fijó la mirada. Estaba un muchacho, que estimé tenía mi edad, de tez blanca, cabello negro y parado con mousse (como el bicho Sonic de videojuegos), ojos marrones enormes y una sonrisa cautivante. Instantáneamente, supe quién era. Tenía que ser él.
Él era un chico de quien mi mamá me hablaba cuando venía del colegio. Era su nueva fascinación en el colegio donde entró a trabajar; un nene educadísimo, dulce, sonriente, al que le llamaba Christiam (me contó, también, que era Christiam con m). Día tras día, entre los vasos de leche chocolatada, tostadas y mixtos calientes, tenía que escucharle hablar de un personaje que parecía sacado de la ficción, de la fantasía de una mamá que anhelaba que su hija se fije en alguien así.
Al ver al chico de cabello de Sonic, cerró un circuito. Primera vez que no le iba a poner peros a mi mamá en mucho tiempo. Cautivante con sólo mirarle. No sabía si era Chris: estaba segura que era Chris. Ni siquiera importaba que era ese dulce chico de quien mi mamá hablaba. Era el antes y el después en mi vida, y así se sintió desde ese instante.
El líder del grupo de estudio bíblico lo llamaba Esteban, pero para mí era Chris. Resultó que lo llamaba por su segundo nombre porque había otro Christian en el grupo.
Pasaron casi dos horas sin mayores sobresaltos; mi atención, que siempre está dividida entre 2 o más cosas, esta vez se compartía entre un estudio bíblico que estaba mejor de lo que había suponido, y la atención prestada a la otra punta de la habitación. Durante horas me quedé pensando en quién estaba tras la sonrisa; en qué hacía ahí, si era tan problemático como yo (esa sonrisa no parecía señalarlo), en cómo tenía un hermano casi gemelo a su lado pero que evidentemente era mayor, en por qué se me fijó la atención en él.
Llegué esa noche, aproximadamente a las 10.30 pm, a mi casa. Mi papá pensó que me "convertí", no se imaginaba que mucha de esa felicidad radicó en haber conocido a alguien -y ese alguien sea un varón.
Entré al dormitorio de mi mamá, y le desperté sólo para exclamarle, victoriosa:
-Adiviná a quién conocí hoy.
Supo enseguida. No se asustó que volví del primer estudio bíblico y de mi día de castigo con una sonrisa. Ese día conocí a Chris.
Pasó la semana, y el miércoles siguiente nadie tuvo que ponerme una pistola por la cabeza para ir al estudio bíblico. Todos estaban sorprendidos, felices por mi "conversión". Nadie nunca me pidió a mí explicaciones del por qué comencé a sonreír.
Me iba, se iba, y nos mirábamos con miradas que iban y venían, sin sostenerse. Nos observábamos, esperando sólo Dios sabe qué. Era muy gracioso, veíamos videos del Apocalipsis o de Moisés y nos inclinábamos en nuestras sillas para ver las reacciones del otro.
Semanas más tarde, al terminar un estudio bíblico, salimos todos a la terraza. Mi estado ermitaño se disipó ante la posibilidad de aproximarme a dirigirle unas palabras. Me iba a presentar, olvidando en ese momento toda mi naturaleza distante y fría de las relaciones interpersonales.
-¿Vos sos Chris?
-Sí -me responde extrañado, pero siempre sonriente. Le noté un poco sorprendido por mi aproximación, más que por mi pregunta.
-¿Sabés quién soy? - continué. La salida más estúpida que pude tener. Siempre fui "la hija de la profe Marisa", pero hoy usé esa introducción con gusto.
-Sí- me volvió a responder. -La hija de la profe Marisa.
Sorprendida, le pregunté cómo sabía. Me dijo que vio mis fotos en el escritorio de la oficina de mi mamá. Bajó un poco la mirada, se sintió a confesión. Los dos quedamos sorprendidos el uno con el otro.
Es mi historia de amor con una persona que me transformó. Comencé a ir a la iglesia por gusto; asumí un compromiso con Dios por su ejemplo de vida. Superé mi tristeza inexplicable, y crecí con un compañero de vida, con un amigo incondicional y leal. Y podría decir tanto mas de qué significa él para mí, sólo me resta desear que más personas tengan la oportunidad de encontrar el amor, así como Dios permitió que yo pueda conocerlo.
Llegó hace 9 años, y si Dios quiere, llegó para nunca más irse de mi vida.
1 viajeros que conversan:
Vane no importa cuan bien escriba una persona en cuanto mas honestas y directas son las cosas, se hacen sentir de manera diferente... especial. Este es un claro ejemplo de eso.
Si existe la envidia sana, esa es la única explicación que puedo ofrecer a lo que siento después de leer esta historia. Es hermosa.
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