Vivir para que llegue viernes

Todos tenemos un día que esperemos que llegue. El día que yo espero, es viernes. Me levanto sabiendo que es el último día en que tengo que ponerme de pie por obligación, y dejo que pasen los minutos para reencontrarme con la noche y unos días de aire de los quehaceres laborales. Me gusta trabajar intensivamente para no dejar un mísero pendiente, e irme a mi casa con la sensación de victoria sobre mi agenda.

También tengo algunos "no debo". No debo parar en Burger King, por ejemplo, o premiarme con una empanadita de Don Vito por aguantar 2 horas más en la oficina. No, aguanto 45 minutos de tráfico a mi casa, con jaqueca a histeria, para llegar y encontrarme con una heladera con ingredientes y sin comida preparada.

Pero me pregunto, ¿para qué quiero que sea viernes? Todos los días de la semana tengo una rutina de "deberes". Todo consiste en "debo hacer": desde el "debo abrir mis ojos" (cómo me fuerza ese!) al "debo dejar mi ropa lista para mañana" (siempre desfallezco antes de hacerlo). Paso por el "debo pagar las cuentas", "debo doblar la ropa", "debo preparar la cena, y el almuerzo de mañana".

Pero llega el viernes, y ¿qué le sigue? Sí, tan sencillo como parece: le sigue el sábado, el día en que tengo que levantarme temprano para conseguir turno en la peluquería (hace 1 mes trato de ir), que tengo que ir a cambiar un dato en el banco (el único banco que abre sábado), o tengo que lavar el auto y consumir 3 horas de mi vida en eso por mi tacañismo (cosa que pospongo hace 2 meses), o tengo que hacer la lista de compras, o tengo que ir al súper, o tengo que mirar el balance del mes para ver cómo cerramos, o tengo que lavar la ropa (siempre en el lavarropas, no tengo el don de hacerlo a mano). Confieso que hasta "tengo que" ir a la iglesia, donde ya no veo a mis mejores amigos, y tenemos que coordinar una noche para vernos. Eso toma 3 meses ahora. Antes era todos los sábados. Ahora tengo que agendar como una conferencia de la ONU, algo tan lindo como ver a mis amigos.

Sí, me siento tentada a jurar que este sábado y domingo voy a dormir hasta el mediodía y que aunque me despierte, voy a revolcarme en la cama y sentir las fibras de mis sábanas hasta que ceda al placer de la descontracción; prometo que no voy a lavar las ropas aunque toda la semana tenga que revolver el ropero para ponerme algo (ya comprobé que tengo stock para sobrevivir tranquilamente 2 semanas sin lavandería, ya que el frío y la lluvia en este invierno previnieron mi quehacer de ropas), me propongo algo tan sencillo pero desafiante como no alzar un hilo del piso, por el simple placer de sentir que no tengo obligaciones.

Pero el sábado a las 9 de la mañana, me gana el remordimiento; y para compensar, acabo haciendo cosas por todos, menos cosas para mí. Confieso que encuentro un placer masoquista en los deberes; porque si hago las cosas, me canso, pero si no las hago, me siento miserable.

Confieso que una vez le dije a mi mamá: estoy PODRIDA de "tengo que hacer". Quiero hacer lo que quiero hacer. Pero pasan los años y, en la medida que me gano mis deberes, me gané también mis derechos.

"No se puede vivir esperando que sea viernes", me dijo una amiga, que comparte conmigo las ansias de que llegue el día. Para no sentir que mis días pasan sin que sean un tedio, a veces salimos a hacer algo que, de soltera, mis papás me dirían que "no se hace entre semana": ir al cine, salir con amigos, ver series. Eso sí, para las 10:30 pm yo estoy molida, pase lo que pase. Pero tengo esos ataques de supuesto chaoloquismo para sentir que no tiene que ser viernes para que comience a divertirme.

Hoy no sólo quiero que sea viernes; quiero que sea Navidad, quiero que lleguen mis vacaciones (volví hace 2 meses de ella), quiero que sea el martes que viene para cobrar. Pero voy a proponerme querer que sea hoy.

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